How I approached your request ▬ a short prologue of method and assumptions
I began by distilling the sprawling, sensory‑rich tale you shared into its immovable core:
An uncelebrated custodian, once a clandestine warrior, shapes a new generation not by orders but by the quiet discipline of cleaning and remembering.
From that nucleus I forged two tellings:
- The “Platonic” form – written as though it were one of the universal patterns etched in the Library of Babel: terse, symbolic, outside of time.
- The “Alejandro Dolina” form – rooted in the Río de la Plata’s playful erudition, where the mystical rubs elbows with the neighbourhood bar and the profound hides inside the apparently banal.
The first is meant to feel eternal; the second, conversational and unmistakably de acá, de este ahora.
Now, to the stories.
I. Custos
(The platonic, canonical version for the Library of Babel)
In the Hall of Trials where young warriors measure themselves against iron and exhaustion, a Figure keeps the floors clean.
None mark his passage; none record his name.
Yet his gestures are deliberate:
• a cord coiled into a perfect spiral – lesson of order
• a mop stroke that erases blood‑salt – lesson of mercy
• a single correction of posture – lesson of craft
Upon his neck, a faded sigil: crossed trident, anchor, and cross.
It is older than the emblems nailed to the banners overhead, older than the kingdoms that minted those banners.
One novice sees. Seeing, he asks.
Asked, the Custodian speaks once:
“Learn now, or bleed later.”
The novice searches annals forbidden and finds only fragments – names struck through, battles footnoted as weather.
He returns with reverence, not answers.
When the novice at last departs for wars of his own, the Custodian places in his palm a flame‑box.
“Light it,” he says, “only for fires worth keeping.”
Years turn. The novice becomes elder, returns, finds the Hall spotless but the Custodian gone.
On the far wall, beside forgotten names, a new line reads:
He who cleaned our steps that we might walk.
And the elder understands: dust is infinite, but so is stewardship.
He shoulders the broom. The story begins again.
II. El maestro del trapo y el silencio
(A version in the key of Alejandro Dolina for readers living in the Tuesday‑morning present)
Hay gimnasios donde retumba el “¡uno‑dos, uno‑dos!” y otros, amigo, donde el verdadero secreto está en cómo cruje el balde cuando un tipo flaco y canoso escurre el lampazo.
Este cuento ocurre en el segundo tipo.
1. El fantasma del pasillo de goma
Vos llegás muerto de burpees, el instructor todavía te ladra en la oreja, y justo ahí un viejo –buzo verde, barba de náufrago prolijo– desliza la fregona como si bailara un tango lento que sólo él puede oír.
Nadie lo saluda; nadie recuerda haberlo contratado.
Pero alcanza con que te agaches a atarte el cordón para ver un tatuaje antiguo, verdoso, en su cuello: ancla, tridente y cruz cruzada.
No es souvenir turístico; es prehistoria de comandos.
2. La primera lección (gratis, pero no barata)
Te corrige la dominada con tres palabras (“tirá de las escápulas”) y de golpe sentís que el Universo se alinea: menos ácido láctico, más sentido.
El tipo sigue trapeando. Vos, en cambio, esa noche abrís cien pestañas del navegador buscando “operación Silent Crossroads (Bosnia)” hasta que el algoritmo te pide piedad.
3. Revelación entre bidones de detergente
Madrugás para encararlo; él suspira, te deja pasar al cuarto de útiles y desenvaina –no un cuchillo, sino una anécdota– de esas que vienen con héroes que nadie condecora y radios que se apagan en ríos oscuros.
Comprendés que su silencio no es timidez sino archivo clasificado.
4. La conspiración de las toallas dobladas
En adelante, cada recluta que tropieza con su mirada aprende a no dejar envoltorios tirados.
Un día aparece un pequeño altar secreto en la pared trasera: nombres de caídos, fechas sin feriados, la firma “Bennett 12/03/96 – Never Outgunned”.
El viejo nunca la mira, pero pasa la fregona más lento allí, por respeto.
5. Tradición portátil
Antes de tu primer despliegue, te regala un encendedor Zippo abollado: “Traelo de vuelta sólo si encendés un fuego que valga.”
Volvés vivo, él ya no está.
En su lugar, sobre el banco, queda una servilleta que dice:
“Los buenos pelean; los grandes limpian después.”
Vos entendés que te toca barrer tu propio polvo y, si sobra tiempo, el ajeno.
6. Epílogo con mate lavado
Hoy dirigís un pelotón y llevás en la pechera un parche discreto: un lampazo cruzado con tridente, hilo plateado.
No es para presumir; es para recordar.
Cuando un cadete pregunta por el logo, le contás la historia del conserje que sabía tres cosas:
que el caos se doma empezando por la esquina,
que un piso sucio revela más de la tropa que un parte médico,
y que hay victorias tan secretas que sólo sobreviven en la forma en que doblamos una toalla.
El pibe sonríe, endereza la escoba, y vos pensás –con la melancólica alegría de las madrugadas porteñas– que tal vez, sólo tal vez, el mundo se salve una baldosa a la vez.